Confesión de amor

Por Mauricio Rodríguez Múnera

Nací en Bogotá y amo a esta ciudad. Por razones de estudio y de trabajo, he tenido la fortuna de vivir o de pasar temporadas largas en varias grandes urbes del mundo –Londres, Nueva York, Milán, Zúrich, Miami y Boston–. Pero a pesar de haberlas disfrutado mucho, siempre regreso feliz a mi patria chica. 

El principal culpable de esa pasión mía por la capital de Colombia es el exalcalde Enrique Peñalosa. Lo conocí hace 35 años, cuando él era el decano de Administración en la Universidad Externado y estaba buscando un profesor de finanzas (en ese entonces yo dictaba esa materia en la Universidad de los Andes). Me invitó a conversar sobre sus objetivos académicos y mi posible vinculación, pero después de despachar el tema durante el almuerzo, comenzó a hablarme de Bogotá –de sus problemas y de las soluciones, de sus carencias pero también de su enorme potencial–. Esa primera conversación terminó a medianoche.

Durante estos pasados siete lustros, en las varias campañas en las que lo acompañé –cuatro derrotas y dos triunfos– y en los siete años de sus dos administraciones en los que tuve el honor de aconsejarlo, aprendí a amar profunda y perdidamente a esta fascinante urbe. 

Como todo gran amor, mi relación con Bogotá ha vivido un amplio abanico de emociones: felicidad, tristeza, rabia, esperanza, dolor, satisfacción, frustración, desconcierto, alegría, sorpresa, angustia, incredulidad y asombro. Con frecuencia me he sentido 2.600 metros más cerca de las estrellas (eslogan de la primera administración Peñalosa) pero no pocas veces he pensado que vivimos 2.600 metros bajo tierra. Y a pesar de la intensa montaña rusa emocional que he experimentado en este ya largo viaje capitalino, ha sido el mejor de mi vida. Porque he tenido el privilegio de aprender de un maestro del urbanismo –reconocido en el mundo entero–, de un líder visionario y valiente que fue capaz de convertir sus sueños en realidad, de un  alcalde cuyas ideas y ejecutorias serán más apreciadas y agradecidas con el paso del tiempo. 

Quiero ahora, como periodista y conocedor de Bogotá, aprovechar este espacio para hacerles tres sugerencias a mis colegas actuales y del futuro:

—Los peores enemigos del progreso de la ciudad son la corrupción y el populismo. Los medios de comunicación son el instrumento más poderoso para enfrentarlos. Periodistas que investiguen y denuncien esas terribles conductas le hacen un gran servicio a la comunidad. Ciudadanos bien informados, sobre todo alertados por la presencia de ese par de plagas, elegirán mejores gobernantes y evaluarán con mayor rigor su gestión. 

—Las frecuentes encuestas que hacen los medios para medir la imagen de los alcaldes y alcaldesas son una pérdida de tiempo, de plata y de energía. Lo que hay que medir –en detalle, con criterios técnicos e indicadores confiables– es la eficacia de la administración distrital. Lo importante no es la percepción que se tenga del mandatario sino qué tan fructífera es la labor real suya y de cada uno de los integrantes de su alto equipo de gobierno. 

—Lo mejor de Bogotá, además de la belleza de sus cerros y de sus espectaculares atardeceres, es su vida cultural. Impresiona la calidad, abundancia y variedad de su oferta en materia de música, teatro, danza, cine, artes plásticas y literatura. La pandemia le ha asestado un golpe muy duro, pero confío en que dentro de un año la cultura en Bogotá va a ser incluso más importante de lo que era antes de la aparición del covid-19. Sin embargo, necesita un gran apoyo por parte de los medios de comunicación. A mayor y mejor divulgación de sus múltiples manifestaciones y de las posibilidades de gozarlas, más robusta y rica será la presencia del arte en la vida cotidiana de los ciudadanos. Y por ende, seremos más cívicos, más amantes de la paz y más felices.